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Histórica condena en camboya Los crímenes más atroces de los Jemeres Rojos
Día 09/08/2014 - 10.55h
La prisión de Tuol Sleng y el «campo de la muerte» de Choeung Ek son los símbolos del genocidio de dos millones de camboyanos entre 1975 y 1979
Con casi cuatro décadas de retraso, la cadena perpetua a dos cabecillas de los Jemeres Rojos pretende cerrar las profundas heridas que dejó su régimen en Camboya.
 Entre 1975 y 1979, dos de sus siete millones de habitantes perecieron 
de hambre, extenuación y por ejecuciones sumarias en sus tristemente 
famosos «campos de la muerte». Estas son las claves y los símbolos de uno de los mayores genocidios del siglo XX.
¿Quiénes eran los Jemeres Rojos?
Liderados por Pol Pot, el «Hermano Número 1»,
 formaban una guerrilla comunista en la que sus principales figuras se 
habían formado, irónicamente, en la Sorbona de París. Mezclando la 
doctrina de Marx con la desastrosa colectivización que había costado 
millones de vida durante el «Gran Salto Adelante» de Mao Zedong en
 China y, muy de lejos, las teorías del «buen salvaje» de Rousseau, su 
plan era construir una nueva sociedad agraria en la que no se repitieran
 los abusos a los trabajadores y campesinos que había traído el 
capitalismo a Camboya.
¿Quiénes han sido juzgados?
Con Pol Pot
 muerto desde 1998 y otro de sus principales gerifaltes, «El Carnicero» 
Ta Mok, fallecido en 2006 mientras esperaba a ser juzgado, solo cinco 
altos cargos han sido procesados por este genocidio. De ellos, 
únicamente tres han sido condenados, todos a cadena perpetua. Se trata 
de Nuon Chea, ideólogo y número dos del régimen; Khieu Samphan, presidente de la entonces República Democrática de Kampuchea; y «Duch» Kaing Guek Eav,
 director de la infame prisión de Tuol Sleng (S-21), donde se calcula 
que murieron entre 15.000 y 20.000 prisioneros. Los dos restantes eran 
el ministro de Exteriores durante el régimen jemer, Ieng Sary, quien murió el año pasado, y su esposa, Ieng Thirith, que dirigía la cartera de Asuntos Sociales y fue declarada incompetente para ser juzgada por sufrir una enfermedad mental.
¿Cómo tomaron el poder? 
Después de ocho años de guerra civil y una explosiva 
situación política marcada por la guerra en el vecino Vietnam y el golpe
 de Estado del primer ministro Lon Nol que derrocó al rey Sihanouk en 
1970, la insurgencia comunista de los Jemeres Rojos, apoyada por la 
China de Mao y el exiliado monarca, tomó Phnom Penh el 17 de abril de 
1975.
Empezaba así el horrendo «Año Cero» que el «Hermano Número 
1» de los Jemeres Rojos, Pol Pot, implantó en Camboya. En su desquiciado
 intento por alcanzar la igualitaria utopía comunista a través de una 
sociedad agraria sin clases, los Jemeres Rojos despoblaron las ciudades,
 recluyeron a sus habitantes en campos de trabajo, separaron a las 
familias, abolieron la propiedad privada, prohibieron la religión, 
aislaron al país, cerraron los bancos, quemaron el dinero, suprimieron 
la educación, clausuraron los hospitales, anularon la individualidad del
 ser humano y liquidaron sin piedad a todo aquél que consideraban su 
enemigo.
La prisión de
 Tuol Sleng (S-21), en Phnom Penh, era una antigua escuela que los 
Jemeres Rojos convirtieron en centro de interrogatorios y torturas 
¿Quiénes eran sus enemigos?
Los miembros de la afrancesada clase urbana que, a su 
juicio, tenían explotados a los paupérrimos campesinos. Al principio, la
 represión golpeó a los ricos, intelectuales, técnicos, maestros, 
funcionarios de la Administración, oficinistas e incluso a aquéllos que 
hablaban algún idioma o que, por razones tan peregrinas como tener 
gafas, parecían más ilustrados que los demás. Pero pronto afectó a todos
 por igual en su plan por crear una “nueva sociedad”, una locura ideada 
por revolucionarios comunistas y anticolonialistas procedentes de 
familias acomodadas que, para colmo, habían estudiado en la Sorbona de 
París.
¿Cuáles fueron sus crímenes más atroces?
La infame de prisión de Tuol Sleng (S-21), una antigua 
escuela reconvertida en centro de torturas, es el símbolo más macabro 
del régimen jemer junto al «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh y donde se han encontrado 8.895 cadáveres en sus fosas comunes.
Por la cárcel de Tuol Sleng pasaron entre 15.000 y 20.000 
prisioneros y apenas sobrevivieron una veintena, de los que solo nueve 
fueron reconocidos oficialmente. Darse un paseo por la cárcel de Tuol 
Sleng, una antigua escuela de Phnom Penh, supone descender a los 
infiernos de la sinrazón del brutal régimen de Pol Pot. En este 
surrealista lugar, un cartel pide a los visitantes que no se rían y 
guarden respeto por la memoria de las víctimas. Otra pancarta recuerda 
el decálogo de normas del recinto, en cuyo punto sexto se advierte de 
que «no se chillará cuando se reciban latigazos o electrochoques».
En la entrada, llaman la atención unas fotografías de Pol 
Pot y sus secuaces. Pero no por sus sempiternas camisas negras de 
campesino, sus sandalias y sus “kromas” (los típicos pañuelos jemeres), 
sino por el coche oficial que aparece en la imagen, un Mercedes – 
también negro, por supuesto – que al parecer no era incompatible con su 
horrendo “Año Cero”. Una fecha simbólica, pero que efectivamente 
devolvió a Camboya a la Edad de Piedra.
La visita comienza por el pabellón donde vivían los 
responsables de la prisión y tenían lugar los interrogatorios, en los 
que se practicaban todo tipo de crueles torturas para hacer confesar a 
los detenidos que pertenecían a la CIA, al KGB y, a veces, hasta a los 
dos servicios secretos al mismo tiempo. La paranoia del Jemer veía 
enemigos por todas partes y cualquier método era bueno para descubrir a 
los traidores, como propinar brutales palizas, arrancar con tenazas las 
uñas o los pezones de las mujeres, aplicar electrochoques en los oídos o
 colgar a los detenidos boca abajo en la barra de gimnasia del colegio y
 luego zambullirlos en tinajas llenas de agua.
En este primer edificio, de tres plantas, los soldados 
vietnamitas encontraron 14 cuerpos en descomposición salvajemente 
torturados y mutilados. Según los guías de la visita, se sospecha que 
eran antiguos Jemeres Rojos acusados de traición, ya que la mayoría de 
los 300 guardias de la prisión fueron ejecutados como sus propias 
víctimas.
De ellas se guarda un recuerdo muy especial en el museo del
 genocidio en que se ha transformado la cárcel: sus retratos. En 
terrorífico blanco y negro, miles de detenidos fueron fotografiados al 
llegar a S-21, donde se les marcaba con un número y la fecha de 
detención. Estas fotografías son, al mismo tiempo, espeluznantes e 
hipnóticas porque muestran una amplia tipología humana, que va desde 
adultos hasta ancianos y niños, caracterizada por un sentimiento común: 
el miedo y la aniquilación absoluta de su individualidad.
Igual de sobrecogedores son los cuadros de torturas 
pintados por uno de los supervivientes, Vann Nath. Este salvó la vida 
gracias a su habilidad con los pinceles, ya que el régimen lo escogió 
para que pintara los retratos de Pol Pot como consecuencia de esa otra 
característica común a toda dictadura: el culto a la personalidad.
La otra es la crueldad sin límites, como demuestra la 
alambrada que cubre un edificio de celdas para impedir el suicidio de 
los presos que no podían seguir resistiendo las torturas. Los Jemeres 
disponían sobre la vida y la muerte y nadie más que ellos podía decidir 
cuándo había llegado la hora.
Y la hora llegaba, una o dos veces por semana, al filo de 
la medianoche, cuando, después de seis meses de interrogatorios y 
palizas, los prisioneros eran montados en camiones y trasladados al 
“campo de la muerte” de Choeung Ek, donde se han abierto 86 de sus 129 
fosas comunes. Allí se han encontrado 8.895 cadáveres repartidos por 
fosas como la número 1, en la que había 450 cuerpos; la 7, donde sólo 
había cabezas; o la 5, situada junto al tristemente famoso árbol de la 
muerte.
Tal y como explica una inscripción, los verdugos jemeres 
cogían a los bebés por los pies y estrellaban sus cuerpos contra el 
tronco para romperles el cráneo, arrojándolos luego a la fosa como si 
fueran un trasto roto. En medio de la oscuridad, y como corderos que 
caminan mansamente al matadero, decenas de hombres y mujeres atados en 
fila india y con los ojos vendados recibían, uno tras otro, un golpe en 
la nuca con una azada o una caña de bambú. Luego, otro verdugo les 
rebanaba el cuello con un cuchillo y los tiraba al hoyo mientras en los 
altavoces sonaban atronadores los himnos revolucionarios de los Jemeres 
Rojos: «Somos leales a Angkar, no puedes traicionar a la Organización».
A fecha de 2001, por toda Camboya se habían localizado 343 
«campos de la muerte», 19.440 fosas comunes, once millones de minas y 
167 prisiones.
En el «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh, se han encontrado 8.895 cadáveres en sus fosas comunes
pablo m. díez
¿Cerrará la condena las heridas?
Aunque los juicios contra los Jemeres pretenden ser una 
especie de catarsis colectiva, en este paupérrimo país del Sureste 
Asiático siguen conviviendo víctimas y verdugos. Raro es el camboyano 
que no perdió a cinco, diez, quince o veinte familiares durante aquella 
época. Y raro es el funcionario de la Administración o político que no 
formó parte de Angkar, como el primer ministro Hun Sen, quien desertó a 
Vietnam antes de la caída del régimen, lleva en el poder desde 1985 y ha
 hecho todo lo posible por demorar el juicio.
Auspiciado por la comunidad internacional, el proceso 
judicial contra los Jemeres Rojos llega tarde e incompleto, pero sigue 
levantando ampollas en la sociedad camboyana. Sobre todo cuando los 
familiares de las víctimas contemplan espantados los polémicos 
escándalos de corrupción que han salpicado al tribunal, en el que la ONU
 ha gastado unos 150 millones de euros desde 2006 para que los Jemeres 
Rojos comparezcan ante la justicia y la historia.
Para honrar a las víctimas de esta locura, que terminó 
cuando el Ejército de Vietnam “liberó” Camboya y desalojó a los Jemeres 
del poder en enero de 1979, en Choueng Ek se ha levantado un tétrico 
mausoleo con forma de estupa repleto de calaveras. En Camboya, hasta los
 homenajes huelen a muerte.

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