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viernes, 6 de junio de 2014

El Dia "D": Aniversario del desembarco de Normandia








70 años. Un mundo entero. Si hoy tuviera lugar el desembarco de Normandía, a los 35 kilos de peso en material que llevaban los soldados aliados a su espalda habría que añadir necesariamente algo más de 100 gramos. Lo que pesa un teléfono móvil.

Con la luz del amanecer, la suficiente para dibujar el terror en sus corazones, los 150.000 soldados que participaron, habrían encontrado más de una pausa para grabar su hazaña y enviársela a su novia de Arkansas. ¿Se imaginan? 150.000 cámaras disparando sin cesar para tortura de los sargentos, en aquel infierno del 6 de junio de 1944.

Pero estaba lejos la era digital y Robert Capa, el fotógrafo de guerra más famoso de todos los tiempos, no necesitó competir con todo un ejército de aficionados. Sólo tuvo que preocuparse de solucionar el mayor problema con el que se enfrenta todo buen reportero gráfico: cómo estar el primero en el momento adecuado, en el lugar adecuado.

Y no era fácil. Sólo tres más fueron elegidos para inmortalizar aquel acontecimiento histórico: Bert Brandt, con las tropas anfibias americanas, George Rodger, con las británicas y Robert Landry, con los paracaidistas.

Para entonces, Capa ya había demostrado en las colinas y ciudades de España durante la Guerra Civil, en las llanuras de China, frente a las tropas japonesas, y en las playas del norte de África y del sur de Italia frente a los alemanes, que necesitaba plasmar, en primera línea, el sufrimiento descarnado del ser humano. Por eso se jugó la vida una y otra vez en una ruleta rusa que acabó con él un 25 de mayo de 1954, en lo que más tarde se llamaría Vietnam.

El día D, el día del desembarco aliado en la costa francesa, era una ocasión grandiosa e irrepetible. Y allí estaba él con sus cámaras. Una Rolleiflex de las que se sostienen en la cintura, con negativos de 6x6 cm, para los momentos de calma de los preparativos. La otras, más versátiles, Contax de 35 mm (lo de Capa y la Leica es una leyenda urbana) para capturar con rapidez los instantes decisivos de la batalla.

Desembarcó en la playa más complicada y sangrienta, la denominada Omaha, la que se atragantó a las tropas americanas y donde murieron buena parte de los 9.369 que caerían en la batalla de Normandía. Y allí estaba, a las 6.30h. de la mañana, con la segunda oleada entre una lluvia de proyectiles, explosiones y trampas.

Apenas si estuvo en tierra menos de una hora y media. El tiempo suficiente para tomar un carrete con cada una de sus Contax y volver hacia los barcos de retaguardia por donde había venido. No intentó recargar sus cámaras, una operación muy difícil en aquellas circunstancias, hasta que se encontró de regreso en una lancha de desembarco rumbo hacia un barco nodriza. Había tomado 72 imágenes.
Ya en el barco, continuó haciendo fotos, sobre todo con su Rollei, de los primeros heridos que eran evacuados.

No le sirvieron de mucho sus precauciones por salvar el material. En la oficina de Life de Londres, sucedió la tragedia. El laborante, Edward Reagan, agobiado por las prisas, quemó en la secadora los negativos que Capa había mandado con un enlace militar, y que tenían que ser revisadas por la censura antes de ser enviadas a la oficina central de Life en Nueva York.

Sólo se salvaron once fotos, conocidas como "las once magníficas". Y aquella tragedia, una vez más, jugó a favor de Capa. Cuantas menos fotos, más importancia adquirían las que se salvaron. Y además estaban justo ligeramente movidas y desenfocadas, el consejo que daba a sus compañeros para que sus imágenes adquirieran mucho mayor dramatismo de cara a los editores.

Se publicaron por primera vez en Life el 19 de junio de 1944. Son apenas trazos borrosos de aquellas escenas apocalípticas. Sólo en una de ellas, la más famosa, se puede identificar un rostro, el del soldado de primera clase Huston S. Riley, que sobrevivió para establecerse en una isla cerca de Seattle.

Capa volvió a la playa Omaha dos días más tarde, el 8 de junio. Se harían célebres sus imágenes de una misa de campaña, con un Jeep como altar, junto a un cementerio improvisado en el que ya reposaban más de 1.000 muertos estadounidenses. Durante tres meses, seguiría tomando fotografías contando la angustia de los conquistadores victoriosos, en suelo francés. La leyenda crecería a su alrededor. Su muerte, al pisar una mina diez años más tarde, puso la última guinda amarga al pastel de puro periodismo gráfico que cocinó en su maravillosa vida.

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