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La historia, a veces, se detiene en una fotografía. El tiempo queda atrapado en ella y aflora el espíritu de una época. Ocurre en pocas ocasiones, y la Cumbre de las Américas ha sido una de ellas. Por primera vez en más de cincuenta años, un presidente de Estados Unidos y otro de Cuba hablaron cara a cara en una reunión. El encuentro en Panamá entre Barack Obama y Raúl Castro, dos mitos políticos en el crepúsculo de sus carreras, marca el fin de una época y trasciende los límites estrechos y formales de la cumbre. Con la imagen del apretón de manos, el siglo XX americano muere finalmente y se abre una nueva etapa. Un periodo largo e incierto frente al que el presidente de la nación más poderosa del mundo ofreció a sus homólogos continentales un nuevo orden, lejos “de las ideologías del pasado”. “Nuestras naciones deben liberarse de los viejos argumentos, debemos compartir la responsabilidad del futuro. Este cambio es un punto de inflexión para toda la región”, afirmó Obama.
Su discurso planteó una agenda práctica, basada en el desarrollo de la energía y la lucha contra la pobreza, pero también en el reconocimiento de los capítulos oscuros de la historia de Estados Unidos en la relación con sus vecinos. “Es la primera vez en medio siglo que se han reunido todas las naciones americanas. Seguirá habiendo diferencias significativas, pero no estamos atrapados en la ideología, sino interesados en el progreso”, remachó.
La respuesta de Raúl Castro procedió de otro universo, posiblemente de otro siglo. El viejo revolucionario rompió todos los moldes del protocolo, se excedió con largueza en el tiempo (“por las veces que no me dejaron hablar”) y defendió su causa con pasión, golpeando la mesa, soltando los papeles del discurso, mirando desafiante al plenario. Raúl fue un Castro. Entonó un canto a la “lucha contra la opresión”. Desde la bota colonial hasta el golpe contra Chávez pasaron por su discurso. Hubo momentos en que sus palabras fueron un puro recordatorio personal, sobre todo al tratar la fallida invasión de Bahía Cochinos (“sabíamos tirar, pero no hacia dónde”) o el truncado mensaje de John F. Kennedy para iniciar un diálogo con Cuba.
Situado en los antípodas del pragmatismo de Obama, el líder cubano defendió con uñas y dientes su ideología. “Hay que seguir luchando, seguir perfeccionando el socialismo”, afirmó. Pero detrás de ese enroque discursivo lanzó con maestría el mensaje clave, aquel que ha dado sentido a la cumbre y, más allá, a la nueva política estadounidense: "Obama es un hombre honesto (...) Hay que apoyarle en su intención de liquidar bloqueo”, sentenció Castro, exonerando al presidente estadounidense del historial “imperialista” y confirmando que una nueva era ha echado a andar.
No serán tiempos fáciles. Para los países emergentes este ciclo nace bajo el signo de la crisis. Agotado el modelo que encendió los motores económicos de Latinoamérica, el desaliento se expande por sus capitales. Argentina y Venezuela se hunden en la recesión, Brasil ha entrado en pánico, y México es aún incapaz de superar su anemia crónica. Sobre este horizonte, oscurecido por la caída del precio del petróleo, Obama ha planteado una política basada en el acercamiento y, lo que es más importante, en la enorme capacidad de Estados Unidos, resurgida de una larga hibernación, para detonar la economía del área. El momento no puede ser mejor para la potencia norteamericana. No sólo el sur necesita más que nunca su apoyo, sino que China, su rival planetario y protagonista en los últimos años de una descarada penetración en su tradicional zona de influencia, ha bajado el ritmo y da muestras de fatiga. El presidente estadounidense, posiblemente con la vista puesta en su entrada en la historia, no ha dejado escapar la oportunidad.
En el centro de la jugada se ha situado Cuba. Washington ha dejado atrás la política del aislamiento y ha empezado a desandar décadas de distancia. Pero más allá, la Casa Blanca ha expandido el mensaje de que un nuevo orden latinoamericano es posible. Para ello ha movido sus fichas entre bambalinas, evitando la ostentación gestual. El mismo encuentro con Castro ha estado presidido por la sequedad. “Los abrazos se dan, en todo caso, por teléfono. Hacerlo en la calle y mostrar una efusividad excesiva”, apunta un presidente latinoamericano a este periódico, “no sólo es desconocer la distancia que aún les separa, sino abrir una fractura innecesaria entre sus bases más militantes”.
En este juego oculto, la cumbre representa un episodio, importante y sonoro, pero que no deja de ser una parada más en el trayecto. “Esas dinámicas requerirán plazos más largos, después de 50 años de enfrentamiento, no se van a resolver tan rápidamente”, señala otro dirigente latinoamericano.
Pese a la necesidad de un tiempo de maduración, la cita de Panamá ha permitido revelar una fotografía inédita en Latinoamérica y que será la que quede en la memoria histórica. Es la primera vez que uno de los padres de la revolución cubana, el gran faro de la izquierda radical, acude a esta cumbre, de la que había sido proscrito. Este logro, con el que bromeó el propio Castro (“ya era hora de que me dejaran hablar”), ha permitido a Obama duplicar la credibilidad de su propuesta, e indirectamente, ha suavizado las habituales invectivas del bloque bolivariano.
Aunque no faltaron las críticas a Estados Unidos procedentes de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina, ninguno de los presidentes (acudieron 34, solo faltó Michelle Bachelet a causa de las inundaciones en Chile) rechazó abiertamente el acercamiento a Cuba. “Muchas cosas han cambiado, estamos a las puertas de una nueva era”, llegó a reconocer el presidente venezolano, Nicolás Maduro, quien, sin embargo, manifestó que no confía en Obama y exigió con acritud la retirada del decreto de EE UU que declara a su país amenaza nacional.
Este inusual clima llevó al secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, a considerar irreversible este proceso. “Ha habido cambios sustantivos que hacen imposible sostener las políticas del pasado”, dijo. Esa sensación de territorio recuperado, abierto a la exploración, es uno de los logros de esta cumbre. Sin euforias, con algunos detractores y con la convicción de que el vendaval económico no amainará rápidamente, pero también con la certidumbre de que el convulso siglo XX queda cada vez más lejos de América.
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