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domingo, 7 de septiembre de 2014

La historia se repite...interesante opinion de Alejandro Serrano Caldera

 

la historia se repite

La historia se repite

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Por: Alejandro Serrano Caldera

Una serie de medidas adoptadas por el Gobierno recientemente, lo mismo que la reacción de los grupos de oposición, nos revelan la repetición, un vez más, de una situación política que pareciera girar en círculo vicioso sin posibilidades de romper el cerco que la aprisiona.

En días pasados hemos visto la aprobación de las reformas al Presupuesto General de la República, con el fin de adecuarlo a las posibilidades reales del Estado, pero haciendo recaer la reducción presupuestaria, principalmente, sobre los rubros de educación y salud, que son, precisamente, aspectos esenciales y de mayor sensibilidad para el desarrollo del país. Se afectó aquello que debe ser prioridad, pues es la base y condición necesaria y fundamental para todo desarrollo económico, social y humano.

Igualmente, no hace mucho tiempo, se emitió el decreto presidencial para reglamentar la Ley 779, que trata de evitar la violencia contra la mujer. En el decreto se establecen disposiciones sobre la naturaleza de los casos de “femicidio”, que modifican el sentido y alcances atribuidos por la disposición legal antes mencionada. Sin entrar a considerar si lo que la ley definía como tal era o no correcto, interesa hacer ver que el decreto no podía en ningún caso alterar lo que esta disponía, pues el fin de todo instrumento reglamentario es el de establecer los mecanismos adecuados para la mejor aplicación de la ley que reglamenta, pero en ningún caso puede alterar sus alcances. Si de lo que se trataba era de reformar su sentido originario, debió hacerse de acuerdo al procedimiento correspondiente, mediante una nueva ley aprobada por la Asamblea Nacional que modificara la primera, pues como ya dijimos, la disposición reglamentaria es para eso, para reglamentar, no para modificar la disposición a la que se refiere, menos aun tratándose de un decreto cuyo rango en la jerarquía de la norma jurídica es inferior al de la ley que reglamenta.

En términos generales, para no elaborar cada vez una lista de las transgresiones, habría que señalar, entre otras cosas, la falta de información oficial a la ciudadanía de las actuaciones de la Presidencia de la República en la forma que corresponde, en lugar de transformar las concentraciones en las plazas en un medio para decir lo que se quiere, enviando así el mensaje de que lo que se haga, esté o no de acuerdo a la Constitución y las leyes, adquiere legalidad y legitimidad si tiene la aprobación de la concentración de que se trate.

¿Por qué a través de la historia el poder ha actuado y actúa como quiere sin prestar atención a la Constitución, las leyes y las instituciones? ¿Por qué aunque cambien los actores no cambian las actitudes? ¿Por qué regresan situaciones que se creían superadas? ¿Por qué la historia se repite?

La respuesta a estas preguntas exige una reflexión que intente la formulación de algunas hipótesis y aproximaciones sobre este fenómeno característico de nuestra idiosincrasia política. En este sentido se podría decir que el régimen político de la democracia ha sido en Nicaragua un enunciado constitucional y una fórmula declarativa, más que una práctica efectiva. La razón de esto debe buscarse no solo en las actitudes subjetivas y en la ambición de poder, sino también en situaciones objetivas y estructurales, tales como la ausencia de una auténtica cultura política, la carencia del sentido de la institucionalidad y la existencia de un sistema económico en el que el poder político tiene una significativa participación.

La ausencia de una idea de país ha afectado profundamente la consolidación de la sociedad civil y la sociedad política en Nicaragua y, al mismo tiempo, ha impedido la consolidación de una idea común de valores socialmente compartidos, como plataforma alrededor de la cual coincida la opinión pública. Esto ha llevado a una separación entre los enunciados jurídicos y la práctica política, originando lo que Carlos Fuentes ha llamado, refiriéndose a América Latina en general, “la separación esquizoide entre el derecho y la práctica”.

Es por ello una necesidad la construcción de una plataforma básica de los contenidos políticos, jurídicos y económicos, que constituya una cultura fundamental de la sociedad nicaragüense, a partir de la cual redefinir el poder, el Estado, su estructura y su papel y posibilitar que la sociedad civil, por sí misma, se desarrolle y fortalezca.

Esto implica superar definitivamente el concepto y práctica del poder vertical, paternalista y personal, por otro horizontal, institucional y participativo. Esto es de fundamental importancia porque implica una toma de conciencia acerca de los valores que se deben adoptar y defender y la construcción de una cultura política en la que los términos democracia, Estado de Derecho y respeto a la libertad en todos sus aspectos, no sea un enunciado vacío, sino una realidad consistente.

La importancia de lo anterior se evidencia aún más, si tomamos en consideración que para la cultura nicaragüense la institución no existe como tal; existe solo como mecanismo externo, como instrumento para facilitar el ejercicio del poder, para manipular, para justificar. En general, la historia de Nicaragua ha sido de escepticismo acerca del principio de legalidad. Salvo excepciones que confirman la regla general, se puede decir que nadie, ni gobernantes ni gobernados, han creído en el principio de legalidad. En el mejor de los casos lo han utilizado para dar cierta apariencia a las decisiones y acciones de facto.

Pero el problema es todavía más profundo, pues no solo no se ha fundado nuestra legitimidad política en el principio de legalidad, sino que usamos este como si creyésemos en él y construimos a su alrededor un discurso de legitimación del derecho y de la institucionalidad, en el cual no creen ni quien lo dice, ni sus partidarios, ni sus adversarios.

Se genera así, y usando de nuevo la terminología de Carlos Fuentes, otra “separación esquizoide” a causa de la fractura de dos universos: el universo de la práctica y el universo del discurso, además de la que se produce entre el enunciado jurídico y la realidad política, económica y social.

Se crea de esta manera una especie de regla implícita, una suerte de “ética política tácita” en la que el discurso no sirve para expresar sino para encubrir. En el fondo permanece como precipitado, la idea de que es la fuerza la verdad de la historia, su razón de ser, cualesquiera sean las formas o reformas, los textos o pretextos con que se la quiera recubrir.

Hay en lo profundo del ser individual y colectivo del nicaragüense, una especie de conciencia soterrada, silenciosa y crepuscular sobre la realidad absoluta de la fuerza, cuando no una convicción clara de la conveniencia política de la doble moral entre el discurso y la práctica.

Con tal fragilidad institucional y tal tradición autocrática y factual integradas ya a la ontología del nicaragüense, es imposible esperar que sin un cambio radical de los valores que cambie también las actitudes y conductas, se pueda salir del círculo vicioso. Es necesario fundar la acción histórica sobre una verdadera ética política. El autor es jurista y filósofo nicaragüense


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