Carlos Fernando Chamorro.
I—Una
mirada al presente
El 19 de
julio se cumplirán 35 años del triunfo de la revolución sandinista que
derrocó a la dictadura de Somoza en 1979. Después de 10 años de revolución,
guerra de agresión y guerra civil, el 25 de febrero de 1990 el FSLN fue
derrotado en un proceso electoral. Posteriormente se negoció el desmontaje del
modelo revolucionario, implementándose un programa de reformas neoliberales que
prevalece hasta hoy.
Sin
embargo, desde que el comandante Daniel Ortega regresó al poder en el 2007,
ganando unas elecciones con el 38% de la votación en primera vuelta, el FSLN
proclama que Nicaragua está viviendo una segunda etapa de revolución llamada
“cristiana, socialista y solidaria”
La
revolución de 1979 representó un hito histórico. Fue la última revolución
armada triunfante del siglo XX que expulsó del poder a una dictadura militar
dinástica que durante más de cuatro décadas contó con el apoyo de Estados
Unidos.
Con la
revolución se abrió una expectativa de liberación, cambio social y
democratización. Paradójicamente, con la derrota de la revolución en 1990,
también se abrió una segunda oportunidad de democratización en Nicaragua,
apuntalada en el pluralismo y en las fuerzas políticas y sociales que surgieron
de la revolución, tras el fortalecimiento de instituciones clave para dirimir
los conflictos y la competencia política como el Consejo Supremo Electoral, el
Ejército Nacional y la Policía Nacional, y las reformas constitucionales de
1995 que establecieron un contrapeso fundamental entre los poderes del estado.
Al
cumplirse los primeros 20 años de la revolución, publiqué un texto sobre este
mismo tema titulado “Las huellas del 79” (El Nuevo Diario, 19 de julio 1999) en
el que destacaba con optimismo el legado político de la revolución, asociándolo
a las instituciones antes mencionadas y al peso político del sandinismo, ya no
como un partido monolítico, sino como un conjunto de fuerzas dispersas, dentro
y fuera del partido FSLN, en las organizaciones sociales, o en la sociedad
civil, con el potencial de promover procesos de cambio social y político.
Exceptuando la creación de una nueva clase de pequeños propietarios y
cooperativas en el campo, el legado económico-social de la revolución había
sido barrido por la guerra, la hiperinflación y el ajuste económico de los 90,
y en consecuencia, su principal huella era eminentemente política, a pesar del
gobierno de turno de Arnoldo Alemán.
Quince
años después, no existen bases objetivas para mantener ese optimismo. Por el
contrario, en Nicaragua se ha instalado un proceso de regresión autoritaria
encabezado por un nuevo FSLN, privatizado por Daniel Ortega y Rosario Murillo,
mientras las instituciones estatales como el Consejo Supremo Electoral o el
Ejército Nacional que antes parecían conquistas irreversibles, han sucumbido a
la cooptación del caudillismo.
El nuevo
régimen de Ortega, en proceso de consolidación, se presenta como una versión
del “socialismo del siglo XXI”, cobijado bajo los símbolos rojinegros de
Sandino y la revolución sandinista. Pero su trayectoria en estos seis años no
representa un proyecto de cambio revolucionario o de reformas sociales. Por el
contrario, revela la conformación de un régimen corporativista en alianza con
el gran capital nacional e internacional, que ejerce un alto grado de control
social sobre importantes grupos organizados de la población, sindicatos,
cooperativas, y jóvenes.
En lo
político, actúa como un régimen autoritario de ordeno y mando, que invoca la
democracia directa pero no admite ningún contrapeso o sistema democrático de
rendición de cuentas. Un régimen centralizador del poder que se maneja
con un estilo extremadamente personalista. Esta es quizás su principal
debilidad a corto plazo.
En lo
económico, es un modelo pro negocios privados en una economía de mercado
tutelada por el Fondo Monetario Internacional. Su particularidad ha sido la
privatización de la cooperación venezolana, que representa más de 3,300
millones de dólares entre 2007 y 2013, manejados de forma discrecional fuera del
presupuesto. Esto le ha permitido a Ortega, sin tener que recurrir a una
verdadera reforma fiscal que afecte la alianza con los empresarios, disponer de
fondos para financiar programas gubernamentales, pero también para desviarlos
hacia actividades partidarias y la creación de un emporio económico privado de
negocios familiares al margen de toda supervisión estatal.
En lo
social, el régimen impulsa una política asistencialista de transferencias
directas y expansión de la cobertura de algunos servicios públicos, a través de
mecanismos de participación que promueven el clientelismo político, anulando
cualquier iniciativa de gestión de derechos y promoción de ciudadanía.
En el
ámbito internacional, el régimen mantiene una retórica antimperialista,
mientras colabora con la política de EEUU en los temas de seguridad, drogas y
comercio. Y al mismo tiempo, mantiene un alineamiento con las políticas del
ALBA y un acercamiento con Rusia, y ahora con China al otorgar a un empresario
chino una concesión obscenamente lesiva a la soberanía nacional para promover
el megaproyecto del canal interoceánico.
En lo
ideológico, el régimen invoca una retórica revolucionaria, pero practica el
culto a la personalidad en torno a Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo,
cobijados por un mesianismo religioso ultra conservador.
A estas
tendencias estructurales, se agregan la recién aprobada reforma constitucional
y la reforma al Código Militar, que despejan el camino para el continuismo y la
reelección presidencial indefinida, con el sometimiento de las instituciones
armadas a la voluntad política del caudillo. De esta manera el régimen empieza
a asemejarse al de Somoza que fue derrocado por la revolución de 1979,
por lo que a Daniel Ortega le calzaría muy bien aquella frase de Marx en “El 18
Brumario de Luis Bonaparte” cuando dijo que “algunos personajes de la historia
aparecen dos veces, primero como tragedia y después como farsa”.
Analizar
este proceso que Mónica Baltodano ha llamado “las mutaciones del FSLN”
(revista Envío, UCA febrero 2014) y la consolidación del liderazgo familiar de
Daniel Ortega ocurrido en las últimas dos décadas, tiene una importancia
fundamental para entender la evolución de Nicaragua y su futuro. Estas son
algunas de las preguntas que estamos obligados a responder, y ojalá formen
parte del debate de las nuevas generaciones
a) ¿Cómo
se produjo esta involución del FSLN que pasó de ser un partido revolucionario a
una maquinaria electoral, al estilo del PRI de México, pero con un liderazgo
continuista y ahora familiar?
b) ¿Cómo
ocurrió la “toma del Estado” por el FSLN, empezando por el pacto
bipartidista con Arnoldo Alemán en 1999, para llegar ahora al control del poder
total, del sistema electoral, la justicia, del ejército y la policía, y de
todas las instancias autónomas del estado?
c) ¿Cuál
es la ideología de este proyecto, si es que tiene alguna, y qué relación tiene
con la cultura política tradicional nicaragüense y con el legado de la
revolución sandinista y su memoria histórica?
d) ¿Cuál
es el sustento económico de este proyecto de alianza con el gran capital, en el
que el FSLN mantiene el control de la base social, con la migración como
válvula de escape? ¿Qué niveles de pobreza y desigualdad social resultan
compatibles en este modelo?
e) ¿Es
éste un proyecto sostenible a mediano plazo? ¿Puede tolerar el surgimiento de
una oposición política y social que le haga contrapeso y plantee un desafío de
poder democrático, o inevitablemente derivará en un nuevo ciclo de violencia en
Nicaragua?
II- Una
mirada al pasado
Permítanme
ahora compartir algunas reflexiones sobre la revolución de 1979 y la década
revolucionaria, desde la perspectiva de un protagonista que asume la revolución
con todos sus aciertos y sus errores, para intentar encontrar algunas claves
explicativas desde el pasado.
Así como
hoy se suele incurrir en simplificaciones sobre lo que representa el régimen de
Daniel Ortega, y se cuestiona el hecho de que siendo éste un régimen
autoritario cuente con apoyo social y después de seis años en el poder se haya
convertido en una mayoría política, padecemos de una cultura reduccionista
sobre lo que fue la dictadura de Somoza y la revolución. Es imperativo, por lo
tanto, evitar a toda costa las simplificaciones.
A lo
largo de 45 años, la dictadura se mantuvo en el poder combinando cooptación
social y represión, con la lealtad de una guardia pretoriana y el respaldo de
EEUU, pero también generó apoyo en importantes sectores emergentes. El
genocidio ocurrió durante la crisis de la dictadura en 1978 y 1979, pero antes
hubo períodos de alto crecimiento económico durante dos décadas. Crecimiento
sin desarrollo social; crecimiento sin democracia y con fraudes electorales;
crecimiento económico en alianza con los grandes capitales, frente a los cuales
Somoza practicaba una máxima que Ortega esta empenado
en replicar: “Hagan plata, que de la política me encargo yo”. Antes y
ahora, en Nicaragua el hombre fuerte mantiene el monopolio de la política.
La crisis
de la dictadura fue el resultado de una acumulación de contradicciones y una
combinación de factores: a) El cierre de los espacios políticos electorales y
la imposición del continuismo de Somoza; b) El degaste de legitimidad del
régimen causado por la represión y las violaciones a los derechos humanos y la
corrupción; c) Las luchas sociales y sindicales desatadas tras las tensiones
económicas y sociales post terremoto de 1972; d) La “competencia desleal” entre
Somoza y otros grupos económicos; e) La pérdida del apoyo de EEUU a raíz de la
política de derechos humanos de Carter; f) La persistencia de la lucha y el
desafío político-militar planteado por el FSLN en la ciudad y el campo y su
estrategia de alianzas nacionales e internacionales; g) La presión del movimiento
de masas insurreccional, desatado a raíz del asesinato de mi padre, Pedro
Joaquín Chamorro en enero de 1978; h) Por último, la enconada resistencia de
Somoza a abandonar el poder, impidiendo una sucesión reformista del régimen,
durante la crisis de 1979.
El
derrocamiento de la dictadura representa el momento de mayor consenso nacional
que alguna vez se haya alcanzado en la historia de Nicaragua. El objetivo común
era erradicar el régimen dictatorial y abrirle paso a una nueva era de
democratización y justicia social. El resultado inmediato de esos cambios quedó
registrado en grandes movilizaciones como la Cruzada de Alfabetización. Pero
ese consenso y la alianza nacional se perdió rápidamente después de la caída de
Somoza, no solamente por las contradicciones intrínsecas que conlleva todo
proceso de cambio revolucionario, sino además porque el concepto de poder del
liderazgo revolucionario era intrínsecamente divisivo.
Aunque el
FSLN se distanció de la ortodoxia de la izquierda mundial y planteó una plataforma
innovadora basada en el pluralismo político, la economía mixta y el no
alineamiento, en la práctica recurría a un esquema de poder total para poner en
práctica ese programa. Un esquema hegemónico en el cual la fusión
estado-partido-ejército-organizaciones de masas-aparatos ideológicos, respondía
a un mando único. Un concepto vanguardista del poder, bajo la premisa
voluntarista de que el sobreesfuerzo de la conciencia política y el
alineamiento con el bloque socialista, compensarían las limitaciones materiales
objetivas en un país pequeño en transición al socialismo, para emprender las
reformas nacionales --educativa, agraria, electoral-- que la burguesía no podía
desarrollar.
La
revolución promovió la democracia participativa y el pluripartidismo, pero
subestimó el principio democrático de rendición de cuentas del poder y el papel
de las instituciones democráticas autónomas que funcionan como contrapeso del
poder. Por una parte, apelaba a la legitimidad del poder revolucionario
afirmando que la revolución era fuente de derecho, y por la otra, el esquema
ideológico revolucionario despreciaba al Estado de Derecho estigmatizado como
un concepto de falsa democracia burguesa. Una creencia que fue reforzada por la
experiencia histórica del derrocamiento del gobierno democrático y socialista
de Salvador Allende en Chile en 1973.
El modelo
de transformación económica, con un fuerte peso de la hegemonía del Estado,
generó contradicciones no solo con la clase empresarial, sino también con el
campesinado y las etnias de la costa atlántica. De esa resistencia y la
intervención de las operaciones encubiertas financiadas por Estados Unidos,
surgió el germen de lo que sería una desastrosa combinación de guerra de agresión
externa y guerra civil.
Es inútil
intentar reescribir el curso de la historia. Pero cuando se analiza el proceso
nicaragüense, resulta terriblemente doloroso observar el peso de la ideología
de la inevitabilidad de la guerra, al calor de la guerra fría. Del lado
sandinista, prevalecía el convencimiento de que la revolución generaría su
propia contrarrevolución y la agresión externa, y se proyectaba en la
revolución salvadoreña una esperanza para contener y derrotar la agresión de
Estados Unidos. Del otro lado, el fundamentalismo ideológico de la
Administración Reagan hizo de la guerra en Nicaragua un factor estratégico de
su política exterior hacia el tercer mundo. Defender la revolución era, en
consecuencia, un parto violento y necesario: una misión de dimensiones
históricas. Pero el desenlace de la guerra sería la muerte de decenas de miles
de personas, la hiperinflación y el descalabro de la economía nacional.
Nada
resume mejor este dilema que una hermosa canción que hizo Salvador Cardenal del
Dúo Guardabarranco en 1983. “Guerrero del Amor” se convirtió en un himno
generacional para los jóvenes que fueron a la guerra en los 80 y dice en una de
sus partes: “Te cambio una canción por el coraje de tus jóvenes manos
combatientes fundidas al metal con que nos salvas….Autor anónimo de la
alborada, venado silencioso en la montaña, guerrero del amor. Hijo de este
tiempo, remolino, pobre niño parido pues en plena selva, para llegar al fin a
la victoria. Te cambio estos 20 años duplicados a causa de esta guerra
necesaria, por la carnosa flor de la esperanza”. Cada vez que escucho esa
canción en esta Nicaragua del siglo XXI, me cuestiono en medio
del dolor por el sacrificio de esa generación por una utopía que hace
mucho tiempo dejo de ser, en un país donde hoy tampoco existe una esperanza.
Aunque el
FSLN nunca se propuso construir la democracia representativa, sino más bien
promover la justicia social, al aceptar la derrota en las urnas en 1990 sentó
las bases de la democracia electoral. Veinticuatro años después, incluso esa
conquista básica e insuficiente para la democracia se está perdiendo. Emulando
a Somoza, Daniel Ortega regresó al poder enarbolando un proyecto que desprecia
la transparencia electoral, aboga por el continuismo, y ha instaurado el
clientelismo político en el ejército y la policía. Una vez más, la rueda de la
historia de Nicaragua está regresando al mismo punto de partida.
Ante este
callejón sin salida, urge un reformismo radical o un radicalismo necesariamente
democrático. La construcción democrática no solo requiere fijar reglas del
juego, afianzar instituciones, y promover una cultura democrática, sino además
emprender las reformas económicas y sociales que no se hicieron en las últimas
tres décadas, empezando por la reforma fiscal. Pero nada de esto será posible
sin la presión política y el contrapeso de fuerzas sociales que conduzca
primero a la reforma electoral. Una democracia inclusiva con instituciones
democráticas y reformas económicas y sociales, representa una utopía menos
heroica que la que abrazamos hace 35 años, pero está más cerca de los cambios
duraderos, irreversibles, que también soñaron los que cayeron por la
revolución.
*Texto
basado en una presentación para la conferencia “Archiving the
Central American Revolutions”, organizado por el Centro de Estudios
Latinoamericanos (LILLAS) de la Universidad de Texas en Austin , el 19 de
Febrero 2014.
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